Estoy harta. De la gente. De la rutina. Pero
sobretodo estoy cansada de extrañar algo que jamás voy a volver a tener y que
no supe aprovechar en su momento. Estoy en un stand by de una incurable
enfermedad, más bien dicho maldición con la cual tengo que vivir, que es estar
dentro de mi cabeza las veinticuatro horas del día, los trescientos sesenta y
cinco días del año. Ahí es donde las cosas se ponen peligrosas. Donde me
encuentro sola con mis pensamientos y mis sueños y deseos. Donde la oscuridad
permanece y se genera una lucha entre mis dos lados. Uno que quiere seguir,
alcanzar el éxito, conocer el futuro; y el otro que desea morir lo antes
posible, que no soporta un día más en este mundo, que necesita irse y abandonar
todo, que no quiere conocer el futuro porque ya considera que no lo tiene. Este
tipo de batallas suelen terminar con un filo de metal y frío abriendo la piel
de las sangrantes muñecas. Allí es donde todo queda en calma, donde por fin
puedo librar un minuto esos pensamientos. Pensamientos suicidas, que por ese
instante se ven calmados y consiguen un poco de lo que quieren. A veces pienso
si habré nacido para morir en pocos años, o por qué habré nacido. No me gusta
vivir. No me gusta esto de tener que aprender de los errores, porque para mí,
recuperarme de un error, de una desilusión y de una caída me lleva años. Y ya
no quiero eso. Ya no quiero vivir en un mundo donde termino siendo la fracasada
que tiene los brazos llenos de sangre. Que nadie sabe que en realidad sufre
cuando se muestra feliz. Que se deprime de respirar. Que busca el refugio en
otras personas famosas, idolatrándolas para llenar espacios vacíos, para
idealizar personas y para ser feliz por lo menos por unos minutos. Qué
falsedad. Necesito irme, quiero morir, ¿Por qué no pueden entender eso? ¿Por qué
si me dicen que me quieren no me dejan librarme de esto? ¿Por qué quieren que
siga viviendo si voy a sentirme mal? No quiero, y todos deberían entenderlo. No
quiero. No me obliguen.